Marco Teórico

¿POR QUÉ LA DESTRUCCIÓN DE LOS LIBROS?

Nuestra investigación comprende al libro como un sistema complejo, como parte integrante de una red de elementos y agentes interrelacionados que forman lo que se ha llamado “la cadena del libro”, entendiéndose esta como un ecosistema en movimiento, es decir, que muta de acuerdo a las condiciones- coyunturas históricas, sociales y económicas que debe enfrentar o compartir. La manera en que evoluciona y se desarrolla es sensible a ciertas condiciones, entendidas estas como bifurcaciones, que van modulando la forma en que se comportan los distintos agentes-elementos que componen el sistema, emergiendo en este transcurso diversos fenómenos que influyen  –a  su  vez- en  la totalidad de sus componentes.

De acuerdo a lo señalado por Bernardo Subercaseaux, se puede considerar a la lectura como una instancia que  desempeña  un  rol  activo  en la conformación de sentidos y que está  sujeta a cambios (Subercaseaux, 1984: 66). Es esta conformación de sentidos y su correspondiente praxis en la sociedad  la que -desde la creación  del  libro- ha sido temida por quienes detentan el poder, particularmente por los totalitarismos y las dictaduras. Se puede afirmar que, casi al mismo tiempo en que la humanidad inventa el libro también se inventan las hogueras para quemarlos, ya sea por religión, política, moral o miedo. Al decir de Fernando Báez: “Destruir es asumir el acto simbólico de la muerte a partir de la negación de lo representado” (Báez, 2004: 21).

De esta manera, es la lectura la que confiere sentido-existencia a los libros y estos se constituyen en depositarios-resguardadores de las memorias colectivas siempre interpretadas desde su propio futuro (además de constituirse como dispositivos de soporte-transferencia de conocimiento). Es precisamente esa lectura y sus interpretaciones activas y creativas la que le otorga peligrosidad ante los poderes, convirtiéndolo en un bien-objeto susceptible de ser destruido. Borges, en su babélica biblioteca, hace referencia a seres con esa pulsión biblioclasta: “otros, inversamente, creyeron  que  lo  primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre  falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado…” (Borges,  1974: 469). En un sentido similar Henry Heine, en su obra Almanzor (1821), anunciaba: “allí donde queman libros acaban quemando hombres”.

Fotografía de Koen Wessing En: Fotografía, el arte de visibilizar la pregunta, LOM Ediciones, Santiago, 2013, pags. 26, 27

Roger Chartier analiza al libro no solo desde un aspecto cuantitativo, sino desde una perspectiva  que  considera la forma en que el libro influye en la sociedad y como grupos y comunidades se apropian de estos, como estas comunidades generan -en su praxis como sujetos- cuerpos de textos que  acompañan  y  expresan  su  devenir. La destrucción de libros, sus prohibiciones, controles y censuras tienen como objetivo evitar esta apropiación, eliminarlos, toda vez que representan la expresión de la memoria e identidad colectiva.

En este sentido se entiende, tal como lo señala Subercaseaux, a la lectura como actividad y como práctica social, pudiendo distinguir dos tipos de relaciones con el lector: por una parte está la relación que se configura a partir del propio texto, el que siguiendo variadas estrategias (modos verbales,  tipo  de narrador, formas de apelación, disposición narrativa, etc.) perfila un lector implícito. Las  particularidades  fijadas  en  el  lenguaje  constituyen,  entonces,  las  condiciones  de producción de esta relación; desde allí se inducen los códigos que van a configurar un lector apelado e imaginario. Se trata por lo tanto de la imagen del lector tal como está representada en el texto (…). Una segunda relación -que es la que nos interesa- es la que emerge a partir del lector, o más bien “en” y “por” el proceso de lectura. Desde esta perspectiva la lectura implica una construcción mental de  propiedades  significativas, las que el lector  atribuiría  de  manera intersubjetiva al texto (…) el proceso literario no se agota en las propiedades objetivas del lenguaje escrito y el texto no formula por sí mismo todo su sentido. A través de la interacción texto-lector, y sobre la base del texto primario surge un objeto  estético construido o metatexto. Las características de este metatexto estarán en directa relación con  los códigos culturales del receptor y con las variaciones que se den en este plano (Subercaseaux , 1984: 66).

Es decir, la lectura es una construcción mental que cumple un rol activo en la construcción de sentidos (imbricando dinámicamente aspectos literarios propiamente tales, aspectos vinculados a la  biografía  y  “enciclopedia”  propia  del  lector  y  aspectos  colectivos -de contexto- históricos  y sociales). Esta construcción mental se da, siguiendo los planteamientos de Umberto Eco, en una actividad cooperativa en virtud de la cual el destinatario extrae del texto lo que el texto no dice (sino que presupone, promete, entraña e implica lógicamente), llena espacios vacíos, conecta lo que aparece en el texto con el tejido de la intertextualidad de donde ese texto ha surgido y donde habrá de volcarse: movimientos cooperativos que, como más tarde ha mostrado Barthes, producen no sólo el placer, sino también, en casos privilegiados, el goce del texto. (Eco, 1993: 13). El texto es una máquina perezosa que exige del lector un arduo trabajo cooperativo para colmar espacios de “no dicho” o de “ya dicho”, espacios que, por así decirlo, han quedado en blanco, entonces el texto no es más que una máquina presuposicional. (Ídem: 39).

Todos estos aspectos resultan particularmente significativos al analizar los motivos que llevaron a la dictadura militar chilena a destruir y prohibir-censurar libros considerados como peligrosos. La construcción de sentidos lleva aparejada una representación de la realidad y una consecuente acción de transformación en ella, el conocimiento de los lectores de una sociedad concreta implica nada menos que un diagnóstico del estado de conciencia de esa sociedad (Subercaseaux, 1984: 67). Si se trata de imponer una visión única del mundo cualquier objeto y bien que proponga visiones alternativas resulta un obstáculo imposible de aceptar desde estas visiones. De acuerdo con el análisis de Subercaseaux, en condiciones de continuidad histórica se da una imbricación fluida y en situaciones límites, de ruptura histórica, se produce en cambio una relación unilateral, un desequilibrio en que el contexto macrosocial pasa a superponerse a los otros y a tener un peso decisivo en la recepción.

El libro es un objeto económico (tiene un valor en sí mismo), pero es también un objeto cultural en la medida que transmite significados, y –adicionalmente- un producto y bien cultural en tanto forma parte o propicia representaciones sociales que otorgan identidad-sentido a quienes  escriben  y  leen,  además  de  ser  un  poderoso  transmisor  de  pensamientos,  ideas  y conocimientos. Al ser un transmisor de conocimientos es un objeto de poder, objeto de culto y de apropiación. Por su parte, la memoria es incorporada a la constitución de la identidad a través de la función narrativa, siendo uno de los elementos a considerar sobre el libro en tanto depositario de memorias.

Esta transmisión de significados y este dispositivo complejo en tanto representación social es lo que finalmente otorga al libro características de objeto poderoso y, como tal, ocasiona el temor y los impulsos bilblioclastas del poder hegemónico, de todo poder deseoso de imponer una visión única del mundo. No existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber  que no suponga y no constituya  al mismo tiempo unas relaciones de poder. Estas relaciones de “poder-saber” no se pueden analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sistema del poder; sino que hay que considerar, por lo contrario, que el sujeto que conoce, los objetos que conocer y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus trasformaciones históricas (Foucault, 2002: 34).

De acuerdo al análisis de Báez respecto a la destrucción de los libros, se puede afirmar que: los biblioclastas saben que sin la destrucción de los libros y documentos, la guerra está incompleta, porque no basta con la muerte física del adversario. También hay que desmoralizarlo. Sin destruir los libros no se termina de ganar la guerra. Y una  táctica frecuente  consiste en suprimir los principales elementos de identidad cultural, que suelen ser los que más valor proporcionan para asumir la resistencia o la defensa (…) el poder que destruye los libros  «Es dogmático porque se aferra a una concepción del mundo uniforme, irrefutable, un absoluto de naturaleza autárquica, auto fundante, autosuficiente, infinita, atemporal, simple y expresada como pura actualidad no corruptible. Ese absoluto implica una realidad absoluta. No se explica, se aprehende directamente por revelación» (Báez, 2004: 23). Un libro se destruye con el ánimo de aniquilar la memoria que encierra, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera (…) Al establecer las bases de una personalidad totalitaria, el mito apocalíptico impulsa en cada individuo o grupo un interés por una totalidad sin cortapisas (Báez, 2004: 22). Es un error frecuente atribuir las destrucciones de libros a hombres ignorantes, inconscientes de su odio (…) cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos (Báez, 2004: 24).

Por su lado, Subercaseaux postula una correspondencia entre la ruptura histórica y un cambio radical en las condiciones de producción de la lectura. Postula también que el punto máximo de desequilibrio se sitúa en los años inmediatos a la ruptura, y que luego se da un proceso paulatino en que el  modelo  de imbricación fluida se va (no sin ciertas cicatrices) recomponiendo (Subercaseaux, 1984: 68). Es decir –para el caso chileno- a una primera fase de destrucción de libros de características masivas le sigue una segunda en que la prohibición y la censura adquieren características institucionales y de normalización que tiende a apelar a la autocensura en base a una lógica demostrativa. Algunos autores consideran que la primera fase “destructiva” duró hasta aproximadamente 1980, la que luego mutó hacia la creación de una institucionalidad orientada a su perduración indefinida en el tiempo, lo cual da cuenta de la coordinación entre la represión cultural y la político-social, conformando una totalidad indisoluble en el marco de una estrategia integrada. Podríamos aventurar una  tercera  etapa, de retorno hacia políticas de mayor autoritarismo y represión en los años posteriores al inicio de las protestas masivas antidictatoriales (“el ciclo de las protestas”) que abarca entre el año 1983 y el plebiscito de 1988. Subercaseaux propone  tres etapas: un primer momento de negación, entre 1973 y 1977; un segundo momento de fundación, entre 1977 y 1981 y un tercer momento, a partir de 1982, de crisis e intentos de readecuación (…) el énfasis de negación se manifiesta excluyendo y desarticulando los espacios sociales previos, sean éstos institucionales, políticos, comunicacionales o artísticos. El régimen militar transforma el papel del Estado, otorgándole una extensa función de supervigilancia en el campo cultural. Un espectro importante de libros -concebidos como vehículos  de  ideas disociadoras y como receptáculo de una memoria histórica que se quería borrar- será afectado muy concretamente por esta nueva función. Mediante la vía represiva, en allanamientos, se requisan,  confiscan o queman cientos de ejemplares, rotulándolos de “literatura  subversiva”, mecanismos que son publicitados con fines de amedrentamiento (Subercaseaux, 1984: 68).

Desde el punto de vista de los objetivos estratégicos, los militares sólo realizaron un acto que era absolutamente coherente y racional, analizado y teorizado previamente por los civiles que dirigieron el golpe; pensado y reflexionado en conjunto con sus asesores norteamericanos como parte primera y necesaria de la nueva fase del capitalismo que había que instaurar en nuestro país: el neoliberalismo. Para los ideólogos de las fuerzas sociales que prepararon el golpe, el plan fue  borrar  el  pasado,  no  sólo  negarlo. Dada la fuerza adquirida históricamente por las organizaciones populares se trató,  desde el primer segundo, de destruirlo todo, de que no quedaran huellas ni testimonios de las luchas, de los combates que por casi dos siglos habían enfrentado los trabajadores, el pueblo de Chile. Se  trataba de borrar la acción colectiva, las acciones solidarias, los actos comunes participativos, la construcción cultural colectiva popular. Se trató de borrar al sujeto histórico, motor de todos los cambios y transformaciones habidas hasta la hora presente (…) Se pretendió borrar el fundamento de la nación chilena, parte esencial de su memoria histórica, reflejo de lo profundo y amplio que fue su pasado (…) Los ideólogos de las fuerzas sociales económicamente dominantes intentan por todos los medios imponer su visión de la historia, de la sociedad, de la vida (…) Desde el momento en que se destruyó la parte esencial de la memoria histórica, las bibliotecas, se intentó también dejar a nuestro  pueblo sin futuro, huérfano de su pasado, de las experiencias de las cuales podía nutrirse, de la posibilidad de comprender la continuidad y discontinuidad de sus luchas. Se anulaba  la posibilidad de entender la historia como proceso, como continuidad, como totalidad. (Rojas Lizama y  Fernández Pérez, 2015: 14).

En esta destrucción de los libros se entiende que la dinámica de negación y el estrechamiento del universo ideológico-cultural a que esta da origen son coherentes con el rol que asume el Estado en pro de una refundación capitalista de la sociedad. Se pasa así desde un espacio participativo y desde un  Estado cuya legitimidad (y cuyas crisis) descansaban en una cultura reivindicativa, enmarcada en un activo pluralismo ideológico, a un Estado destinado a constreñir el ámbito público y a ejercer una función de control y supervigilancia en el campo cultural. En una lógica de guerra, y conforme a la Doctrina de Seguridad Nacional, el libro pierde entonces sentido como vehículo  de interlocución  entre  distintas  concepciones  de  mundo, y se  torna un “agente” no confiable de cultura, y hasta un recurso capaz de “contaminar la salud mental” (Subercaseaux, 1984 (b): 68).

La extensión en el tiempo del estado de emergencia o de excepción no es baladí al momento de tratar de explicar el carácter refundacional y de depuración cultural de la dictadura chilena, con su componente de control cultural como central en la estrategia de instauración de un pensamiento único-hegemónico, al decir de Jorge Tapia Valdés: “El mantenimiento por tiempo indefinido del estado de sitio cumple (…) una doble función (…): primero, una función política, como es la de usar la represión o amenaza de represión, en forma directa y generalizada y haciendo a un lado la  función  jurisdiccional, respecto de toda forma de disidencia u oposición contra los  planes oficiales y, segundo, una función jurídica, en cuanto proporciona un marco normativo que permite transformar el régimen de excepción en una dictadura soberana” (Tapia Valdés, 1980: 181).

RECUPERAR UNA MEMORIA FRAGMENTADA

El libro es pieza clave del patrimonio cultural de una sociedad, un libro se destruye con el ánimo de aniquilar la memoria que encierra, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera (Báez, 2004: 22).

La memoria es parte de la identidad grupal, en consecuencia, la memoria individual se moldea por el grupo y su vinculación con este permite a los individuos recordar y reconstruir sus  propias vivencias.  Entonces es posible señalar que  existen varias memorias colectivas. No existe una memoria universal, ya que toda memoria colectiva tiene por soporte un grupo limitado en el espacio y en el tiempo (Opazo, 2017: 134).

Siguiendo a Maurice Halbwachs, se puede afirmar que recurrimos a la memoria de otros seres, que han vivenciado las mismas experiencias, para completar nuestros recuerdos con los de ellos y así hacer más fidedigno los relatos de unos y otros, sin que una contradicción evidente resalte para que no pierda sentido lo dicho: Por lo demás, si la memoria colectiva obtiene su fuerza y duración al apoyarse en un conjunto de hombres [y mujeres], son los individuos los que las recuerdan, como miembros del grupo. De este amasijo de recuerdos comunes, que se basan unos en otros, no todos tendrán la misma intensidad en cada uno de ellos. Cabe decir que cada memoria individual es un punto de vista sobre la memoria colectiva, que este punto de vista cambia según el lugar que ocupa en ella y que este mismo lugar cambia según las relaciones que mantengo en otros entornos (Halbwachs, 2004: 50).

Se comprende, entonces, a la memoria colectiva como una construcción que se despliega a través del tiempo y que es la que propicia la construcción de una identidad grupal que incide en las formas valorativas que este grupo tendrá sobre la de base a otros productos de la época y la actual con respecto a ciertas opiniones o puntos de vista (Opazo, 2017: 136). Dicha memoria siempre es construida: no es asociación, irrupción (…), sino repaso (Barthes, 2011: 149). Tan determinante es esta construcción que se puede afirmar que sin memoria el sujeto se pierde, vive únicamente el momento, pierde sus capacidades conceptuales y cognitivas. Su mundo estalla en pedazos  y su identidad  se  desvanece  (Candau,  2006:  5),  en  consecuencia,  la  memoria  es  plástica,  flexible, fluctuante,  lábil,  está  dotada  de  ubicuidad,  de  una  gran  capacidad  adaptativa  y  varía  de  un individuo a otro (ídem: 13), encontrándose además -especialmente en tiempos de rupturas- en permanente disputa.

Estas construcciones se realizan sobre todo en el ámbito de la historia, que a medida que se va elaborando y reescribiendo, en algunos casos se van añadiendo nuevas perspectivas que en su momento quedaron fuera por diversas razones (Opazo, 2017:136). La historia no es todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado. O, dicho de otro modo, junto a la historia escrita hay una historia viva que se perpetúa y renueva, a través del tiempo y en la que se pueden encontrar muchas corrientes antiguas que aparentemente habían desaparecido. Si no fuera así, ¿podríamos hablar de memoria colectiva? (Halbwachs, 2004: 66).

Sin memoria una comunidad carece de historia y los libros forman parte del bagaje cultural de esta comunidad (el cerdo Napoleón de Orwell determinaba las reglas, pues sabía que los demás animales tenían una memoria precaria). Los libros contribuyen al progreso intelectual de una comunidad, otorgan cuotas de cultura, permiten que se construya un relato histórico, constituyen la memoria de la misma; en definitiva, nos incitan a encontrarnos con nosotros mismos. Crearlos es un arte, difundirlos una práctica, leerlos una forma de vida, ¿y destruirlos? – Probablemente, mirar al revés todo lo anterior. (López, 2013: 4).

Cuando la memoria resulta incómoda o peligrosa la destrucción de archivos, registros, documentos, testimonios, libros, películas, fotografías y obras de arte en general, entre muchas otras representaciones humanas, se sitúa en el contexto del mal en la historia. Su propósito es, en principio, destruir la memoria y, en último término, destruir la conciencia, el conocimiento y toda posibilidad de acceso a éstos, con el fin de instalar y consolidar un  nuevo  orden  político,  social  y  cultural  que  sea  inmune  a  la  crítica  de  modo  radical  y permanente, y en que la violencia y la perversión inherentes a su expansión y despliegue sean naturalizadas, desde dentro, de modo eficaz e indoloro, bajo la égida de las instituciones del Estado y los poderes fácticos que las controlan” (Oporto, 2012:14).

Se ha planteado con anterioridad que el libro es uno de los principales dispositivos transmisores de  memorias, entendiendo que: “transmitir una memoria no consiste solamente en legar un contenido, sino en una manera de estar en el mundo” (Candau, 2006: 110), enfatizando que la transmisión  es  también producción por parte del que la recibe pues, como en todos los fenómenos en que está involucrada la memoria, las informaciones adquiridas son transformadas por el grupo o por el sujeto, condición indispensable para la innovación y para la creación (Opazo,  2017: 111). El libro está, pues –al decir de Borges- cargado de pasado.

Es esta memoria colectiva la que pretendió anular y desaparecer la dictadura con la destrucción y prohibición de los libros. Walter Benjamín en su Tesis de filosofía de la historia señala; “sólo desde el  punto de vista de los vencedores el  proceso histórico aparece como un curso unitario dotado de coherencia y racionalidad; los vencidos no pueden verlo así, sobre todo porque sus vicisitudes y sus luchas quedan violentamente suprimidas de la memoria colectiva; los que gestan la historia son los vencedores que sólo conservan aquello que conviene a la imagen que se forjan de  la  historia  para  legitimar  su  propio  poder”.

Siguiendo a Ricoeur, podemos señalar que la memoria colectiva aparece como un discurso de la alteridad o de la posesión de una historia que el grupo no comparte con otro y que le otorga su singularidad, su diferencia y una cierta identidad. Es decir, esta memoria colectiva se constituye en la  diferencia,  lo  mismo  que la  narración. He ahí  que esta memoria le resultaba inadmisible a una dictadura basada en el discurso único y en la hegemonía total del pensamiento y del sentido común. Para esta era fundamental re-crear un nuevo sentido común y normalizar valores tales como la “civilización cristiana occidental” y la “chilenidad” frente a lo que sus dispositivos culturales denominaron y promovieron como; “influencias foráneas”, “focos de infección”, “virus funestos”, “cáncer marxista”, “intoxicación de política”, “suciedad”, “vicio”, “los gérmenes que corroían la sociedad chilena”, “mentes enfermizas y afiebradas”, utilizando una llamativa metáfora médico- higienista. Para esto, y en el marco de una doctrina basada en el shock físico y mental, nada mejor que inocular  una operación de limpieza y corte a todo nivel.

La destrucción de los libros operó en contra de cada eslabón de su cadena simultáneamente, se intentaba borrar la memoria colectiva desde su desaparición física, desde la publicidad de estos sucesos como una forma de amedrentamiento que indujera a la autocensura y a la destrucción de libros propios por seguridad y generar un clima que imposibilitaba cualquier atisbo de crítica o pensamiento contrario al canon que se imponía. Este dispositivo se fue sofisticando en el tiempo hasta adquirir un grado de institucionalidad que hizo -aunque  no  totalmente-  innecesarios episodios  públicos  de  destrucción  de  libros. El afectamiento a la cadena del libro de esta prohibición y censura implicó controlarla y modelarla de acuerdo a la conveniencia del poder, en el caso chileno ello  significó una disminución en la producción de obras, el exilio o persecución de escritores,  la  drástica  reducción de importaciones de  libros, la censura férrea de nuevas publicaciones a través de organismos tales como la Secretaria General de Gobierno y DINACOS (División Nacional de Comunicación Social ), lo que se reflejó en una decadencia de la industria del libro en comparación con el dinamismo que –con altibajos- se veía hasta el año de 1973.

EL OLVIDO Y LA REPRESENTACIÓN SOCIAL DEL LIBRO

De acuerdo con Florencia Bossié, se puede plantear que la memoria se construye también con olvidos y es cada persona en su subjetividad, recordando algunos hechos y desechando otros, la que consolida la memoria colectiva, de la cual es parte constitutiva también la desmemoria. Esos olvidos, a veces, son voluntarios por sobrecarga de dolor y sufrimiento, y a veces digitados por los discursos impuestos (Bossié, 2006: 105).

La memoria no se opone al olvido: conservación y supresión no son términos contrastante entre si e implican una interacción en la memoria (…) no sólo el recuerdo, sino también el olvido otorga sentido a la memoria y enn esa lógica, debe ser indagado y reconstruido, como una estrategia vital que nos permita superar el pasado (Gociol, Invernizzi, 2007: 24). Kaufmann habla de una “desmemoria intencionada” que ocasiona omisión, olvido y ocultamiento de datos y hechos, trabas en el acceso a documentos y archivos institucionales. Por su parte Groppo señala como característica principal de la memoria su “selectividad”, al echar al olvido acontecimientos que por muy  dolorosos  se  prefiere  descartar (ambos autores citados en Bossié, 2006: 7). Es decir, la identidad colectiva se construye con  memoria, pero también con  olvido (o con lo no dicho).Ambos aspectos se relacionan dinámica y complejamente en una interacción que se construye desde el presente de manera activa. Se puede  afirmar, entonces que es en esta dicotomía en que los regímenes dictatoriales basan su intervención  y  dominación, como una forma de modelar la identidad nacional (ídem: 7). Sin embargo la obstinada memoria continua su labor desde los intersticios de la sociedad, en múltiples formas y mediante múltiples relatos, de manera polifónica, reapareciendo siempre, a saltos, por vías no esperadas, por casualidades o a partir de encuentros inesperados, susurrada casi, en múltiples rizomas, siempre presente en piezas o librerías oscuras, asomándose tímidamente en múltiples cotidianos, aunque haya que desenterrarla…como  a los libros.

La memoria, así vista, es una construcción social  que se hace desde el presente, otorgándole sentido a cuestiones del pasado o bien resignificando representaciones sociales simbólicas que permiten desmitificarla u otorgarles sentidos que trasciendan la mera rememoración y permitan superar  clivajes asentados en traumas aun no resueltos ni reparados, que posibiliten que la sociedad pueda construir otras memorias en el futuro.

La recuperación de relatos y la puesta en valor de libros ocultados, destruidos o prohibidos pueden  cumplir la función de des-fragmentar, de  reunir, de aportar a esta resignificación una forma de enfrentar las huellas traumáticas del pasado reciente, a través una condición activa del espectador-lector que podría quebrar los automatismos perceptivos frente a las imágenes icónicas cristalizadas, como un lector modelo que debe usar su propia enciclopedia de vida, su propia memoria para llenar los vacíos de la memoria fragmentada del país, para completar el rizoma, para recordar sus propias vivencias de un pasado ya ido-derrotado, pero que se niega a ser ocultado, que está presto siempre a desenterrarse, a leer sus propias cenizas. Desde la perspectiva planteada por Halbwachs podemos  colegir que los relatos dan cuenta de elementos que corresponden a una cierta memoria colectiva, pero –finalmente- es la interpretación proyectada desde el presente hacia el pasado, la  que  aportaría  a  la  memoria histórica.

El testimonio siempre resulta fragmentario, aunque es imprescindible (…) tiene que ver con la valoración de los relatos, y ello requiere no sólo la confrontación con otros testimonios, sino su ubicación en un trasfondo (…) es su relación con ese trasfondo lo que permite darle, a la narración de la experiencia vital de una persona el valor de signo de la memoria colectiva. Se contextualiza el relato con una “necesaria red de fondo”, debido justamente a este carácter selectivo de la memoria. Es por ello que deben proveerse todos los datos posibles que expliciten el contexto donde lo biográfico se inserta y recupera su sentido histórico (Gociol, Invernizzi, 2007: 24-25).

La dictadura chilena actuó produciendo realidades explícitas, en este caso destruyendo libros en tanto objetos de conocimiento-memoria y prohibiéndolos, enviando un potente mensaje  que modificó la representación social de este, anulando y sacando del foco de las representaciones sociales existentes a la memoria iluminista para remplazarla por una memoria autoritaria, en una lógica de imposición de un proyecto cultural propio de mayor envergadura, la cual apelaba al control y la vigilancia de la sociedad a través de diversos dispositivos. Para Foulcault “El poder disciplinario, en efecto, es un poder que, en lugar de sacar y de retirar, tiene como función principal la de “enderezar conductas”; o sin duda, de hacer esto para retirar mejor y sacar más. No encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a la vez pueda multiplicarlas y usarlas. En lugar de plegar uniformemente y en masa todo lo que le está sometido, separa, analiza, diferencia, lleva sus procedimientos de  descomposición hasta las singularidades necesarias y suficientes. La disciplina “fabrica” individuos; es la técnica específica de un poder que define a los individuos a la vez como objetos y como instrumentos de su ejercicio. El éxito del poder disciplinario se debe sin duda al uso de instrumentos simples: la inspección jerárquica, la sanción normalizadora y su combinación en un procedimiento que le es específico: el examen, organizandose como un poder múltiple, automático y anónimo.

Lo anterior se concretó en la cotidianeidad chilena a través de la fragmentación de las relaciones humanas y de las redes comunitarias, de los controles policiales indiscriminados, las requisas de bibliotecas completas, del riesgo de la delación permanente, de la sanción  social incluso a cierta apariencia física,  de la sospecha instalada en gestos incluso simbólicos (circular  con libros  bajo  el  brazo, por ejemplo), todo ello funcionando por capilaridad en los distintos niveles de la sociedad. Ante  estos  procesos la población actuó ocultando o destruyendo sus propios libros, o continuando su producción y lecturas de manera clandestina o desde el exilio.

En el ámbito de las representaciones sociales la dictadura operó desde una representación totalizante de la sociedad, con un orden determinado, según el cual cada elemento y cada sujeto tiene su lugar, su identidad y su razón de ser en la nueva estructura política y social que la Junta Militar le dio al país (Berríos, 2009: 16-17). Es decir, operó de la manera que Bourdieu analiza cuando señala que es posible “actuar sobre el mundo actuando sobre la representación que los agentes se hacen del mundo”, con ello sugiere que quizás la lucha política por excelencia se ubique en el nivel de las luchas por la imposición de una visión del mundo.

Al actuar sobre los libros la dictadura operó sobre una representación social significativa, imponiendo de manera física y simbólica una nueva visión del mundo, anticipando lo que venía; una  cultura  reducida al entretenimiento y/o al elitismo. Se quemaron los  libros y en ese  momento se destruyó un tipo de  representación social que consideraba la democratización de la cultura como parte de su ideario, independiente de la ideología específica que la inspirara.

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